Como avanzábamos en anterior artículo el Pipa Club de España convocó el pasado mes de Mayo un Concurso de relato corto 2023. El jurado compuesto por Don José Francisco Argente Sánchez, Doña Concepción Rubio Pillado y Don Antonio Alcalá Vázquez, todos ellos socios del PCdE, anunciaron en el mes de Octubre los relatos premiados y los nombres de sus autores. Hay que mencionar que el envío de los escritos se hizo bajo seudónimo.
Los premios recayeron en :
Tercer premio a Maciá Ferrer Más por el relato «La primera pipa y la última».
Segundo premio a Miguel Morey Aguirre por «Paraiso».
Primer premio a Carlos Moreira por «En el río».
A continuación adjuntamos el relato de Maciá Ferrer que da título a esta publicación.
Picasso, Le Fumeur 1971
La primera pipa y la última por Maciá Ferrer (Pep Pipa)
Aquel era un día normal. O por lo menos, lo parecía. Su resaca del whisky de la noche anterior, sus sábanas desordenadas sobre la cama, la última rubia con la que creía recordar haber hablado en el bar, descansando a su lado, con las piernas desordenadas, medio oculta a su vista por la escueta sábana de seda color crema…una mañana normal. En apariencia.
Su estado de ensoñación observando las curvas semi-cubiertas a su derecha se vio interrumpido por el sonido insistente del teléfono y el efecto de la insidiosa vibración sobre la mesita de noche. “¿Dónde coño lo he metido?” Buscó un rato interminable, pensando en no perturbar el sueño de ¿Bárbara? ¿Luisa? ¿Eva? Bah! ya se preocuparía después por el nombre, ahora debía encontrar el origen del sonido y del zumbido vibrante.
Al fin, ahí estaba el teléfono. Lo asió con la mano izquierda, todavía entumecida por la postura en la que había mal dormido y peor descansado, pero el aparato demoníaco ya había parado de sonar.
Pudo ver un nombre antes de que se atenuara la iluminación de pantalla: Dra. López, IGME. Debía ser importante, pero ya lo aclararía desayunando con… ¡Clara! se llamaba Clara y era becaria de su compañero el doctor Mann, ese alemán estirado y medio calvo del laboratorio número 4.
Se dispuso. Era su momento. Silencio en su piso de soltero de tamaño medio en el centro de Madrid; nada ni nadie interrumpiría la carga y regocijo de una pipa, la primera pipa de la mañana, la mejor y más placentera.
Eligió con cuidado, recordando cuál había descansado más entre todas las amantes que adornaban su pipario, recordando alguna anécdota asociada a una de las pipas que reposaban, formando en fila como un ejército de silenciosas cómplices.
Tenía unas treinta pipas de diferentes marcas, formas y épocas en su vitrina. Era un armario austero, de madera rojiza (quizá caoba?), de un metro de ancho por un metro setenta de alto, con dos puertas de un cristal levemente tintado que permitieran a los curiosos observar sus amantes, pero sin permitir que ellas se oxidaran por el efecto del Astro Rey. Fue recorriendo con los dedos, suavemente, los estantes superiores hasta que se detuvo pensativo en la elegida, una bent irlandesa arenada, con boquilla p-lip, pipa robusta, no muy lujosa pero práctica para ese momento: necesitaba desconectar de su entorno rebosante de demasiadas preocupaciones, demasiado trabajo, demasiada fiesta, demasiada vida para su edad.
La pipa le brindaba un momento solo consigo mismo, decidió disfrutarla con aquella mezcla inglesa levemente latakiada que siempre usaba por las mañanas “hasta que dejen definitivamente de producirla” pensó, lamentándose amargamente de las vicisitudes del pipafumador que no se conformaba con los tabacos “más comerciales”. Cargó cuidadosamente, ni muy suelto ni demasiado prieto, y encendió, como un autómata, la cerilla de madera.
Era su momento, desde la terraza de su heredado cuarto piso viejo y sin ascensor, podía observar el barullo de la calle sin ser visto, mientras con caladas suaves, aspiraba el humo disfrutando la impregnación del ambiente y de sus papilas. Si el cielo existía, tenía que parecerse a esos momentos de primer contacto con la nicotina por las mañanas.
Estuvo pensando relajadamente, mientras fumaba, en el día anterior cómo se había complicado todo, en cuestión de minutos, por unas lecturas amenazantes de los sismógrafos situados en Granatula de Calatrava; debía ser un error. Por contra, pensó que si le llamaba la subdirectora del Instituto Geológico y Minero tan temprano esa mañana, algo debía haberla alarmado, pero no iba a pensar en ello hasta que acabara su fumada. Estaba disfrutando de su pedazo de paraíso, al fin y al cabo.
El tercio final de la fumada había llegado, para muchos ignorantes era sinónimo de descenso en el placer, para él era el cénit: el punto álgido de sabor, de degustación pura del humo, de mayor variedad de matices en la inundación de los senos paranasales, el retronasal sumo, el Valhalla. No apuró hasta el final, pero dejó que se consumiera y vació cuidadosamente la ceniza en el cenicero de barro informe que le había regalado su ahijado de siete años, “soberano adefesio” había pensado en su momento, ahora agradecía su tamaño más que respetable y sus bordes romos.
En fin, ya estaba volviendo a la vida terrenal, resignado. Ahora, tendría que despertar a su inquilina involuntaria, ¿porqué no se habría marchado de noche y le habría ahorrado esta incómoda situación? Volvió a depositar la pipa, ya limpia, en el estante que ocupaba antes.
Se dirigió hacia el teléfono móvil, justo cuando volvía a iniciar su combinación de melodía torturadora y vibración convulsa. “Qué pesaditos están” refunfuñó con voz trasnochada mientras Clara, ahora estaba seguro de su nombre, se desperezaba lentamente.
-Diga.
-¿Doctor Ruíz? Le hemos llamado hace más de media hora. ¿No piensa honrarnos con su presencia esta mañana?
-¿Qué hora es? Buf! sí, voy de camino. Disculpen- Se frotó el entrecejo.
-¿Tuvo tiempo de mirar las lecturas de Ciudad Real?
-No, voy para la parada del metro mirándolas, tranquila, doctora.
-No me diga que esté tranquila, ni usted debería estarlo. Apresúrese.- Qué tono estaba usando con él, con todo lo que habían compartido, tiempo atrás.
Clara no necesitó explicaciones, después de la llamada; “al menos, es lista” pensó Hernando, mientras le ofrecía un café con leche y se vestía al mismo tiempo.
Había vuelto a caer en las andadas, maldita sea: chicas más jóvenes que él atraídas por su situación de poder y un físico no deteriorado en demasía y él como un gañán, aprovechándose, guardando celosamente su soltería, lejos de cualquier compromiso lejanamente real.
“La última vez, prometido…” pensó, sintiéndose culpable. “¿a quién queremos engañar, doctor Ruíz?” se sonrió bajo el bigote que ya empezaba a pintar alguna cana. Preparó su bolsa bandolera con el portátil y tres “¿bastarán tres?”, mejor cuatro pipas para pasar la jornada laboral a la que ya llegaba con una hora de retraso. Pero había merecido la pena.
Ya en el interior del vagón de la línea 6 del metro, detuvo la mirada en las lecturas sísmicas que le habían enviado por correo electrónico esa misma noche. Efectivamente, la situación pintaba un desajuste tectónico importante desde los últimos tres meses. Pero ¿porqué tanta prisa precisamente esa mañana? no había nada significativo, o eso pensaba en un primer momento.
En la última hoja del archivo, estaba la alarma que debería haber detectado la noche anterior, antes de salir de copas con la joven que ya debería estar en el laboratorio número cuatro y todavía estaba en su dormitorio. “Qué falta de vista, Dios mío”. Llamó a López, sin cobertura.
Salió de la parada de Guzmán el Bueno apresurado, guardando como pudo el ordenador en su funda con una mano, mientras con la otra sujetaba el teléfono pegado a su oído derecho. Señal, al fin.
– Sí, ¿Erica? lo acabo de ver. Tenías razón. Voy para allá.
– Le esperamos, doctor Ruíz.-Un tono nada familiar, ni familiarizador.
Ella quería hacerle saber que estaba pasando algo importante, no era momento para perder la profesionalidad ni la debida distancia, debía estar acompañada. Llegó al ascensor mientras se estaba cerrando la puerta. Alguien en su interior, interrumpiendo el cierre con un gesto, le permitió pasar. Saludo breve, miradas de agradecimiento y aprobación. Subiendo.
Cuando llegó a la puerta de la directora general, la mirada de la doctora López no dio pie a disculpas. Entraron ambos en la oficina, atestada de técnicos y en el centro de la sala, de pie, dos personajes que no reconoció en un momento inicial, vestidos con traje y corbata.
– Señores, el doctor Ruiz ha llegado, al fin, nunca mejor dicho- Introdujo Erica López, con un tono entre sarcástico y preocupado.
– Buenos días, encantado-Le tendió la mano uno de los personajes en traje y corbata. Lo reconoció. “Mierda, esto es gordo”. El señor Ministro en persona.
La reunión fue breve, las conclusiones, devastadoras. El doctor Hernando Ruíz, del Instituto Geográfico Nacional, con un gesto resignado, se soltó la corbata mientras notaba los primeros temblores. Subió por las escaleras a la azotea, ¡cómo le encantaban los puntos de vista elevados! No se podía haber prevenido a la población, ni si hubieran contado con mejores sensores o sismógrafos; no había solución posible ya que incluso las instalaciones del USGS, su homónimo en USA, habían detectado el desastre al mismo tiempo que ellos, la noche anterior. La situación era la que era.
Él, en esos momentos, sabía exactamente qué le quedaba por hacer. Cogió su bandolera, rebuscó en ella, encontró su pipa preferida (¿era casualidad o premonición que, precisamente hoy, la hubiera elegido?). Mientras sujetaba la lata de tabaco con la mano derecha y la pipa, su Pipa, con la zurda, llegaron temblores un poco más notables.
No se sorprendió sonriendo, pensando mientras cargaba el tabaco cómo esa misma mañana le había preocupado el fin de la producción de su marca de cabecera. Ya no importaba. Eran él y su pipa favorita, llena con su tabaco favorito. Ya no importaba nada, desde el balcón veía cómo las grietas se abrían por todas las calles de Madrid, entre violentas sacudidas. El subsuelo escupía humo, vapor de agua y magma, entre explosiones de gas aquí y allí, pero no importaba. Ya no.
Encendió una cerilla de álamo con gesto decidido, atacó suavemente el tabaco y reencendió, mientras aullaban sirenas caóticas desde mil puntos a la vez y la Calle Sotomayor se colapsaba, sepultando varios coches. ¿Debería haberse casado con Erica, después de años de noviazgo? No le importaba. ¿Debería haber sentado la cabeza con alguna de sus aventuras esporádicas? ¿Hijos tal vez? Ya no importaba nada.
Él se disponía a disfrutar de la última pipa. Fue mejor que la de la mañana, por primera y única vez en su vida. Los últimos temblores llegaron con las últimas bocanadas, agarrado a la barandilla, justo antes de que colapsara el edificio, con el resto de la ciudad. Y después llegó el silencio.